Capítulo 2 - Los bandoleros

Los bandoleros

Jean-Pierre acabó por levantar los brazos, en obvio signo de rendición, pero la rabia desfiguraba sus bonitas facciones. Frente a él había un grupo numeroso de bandoleros, algunos a caballo y otros a pie, que no se sabía ni de dónde habían salido.
Carmen contemplaba la escena desde el carruaje con una mezcla de expectación y pánico. Expectación por estar cerca de los “famosos” bandoleros; los que luchaban por el pueblo, negándose a la invasión francesa y robando para alimentar a un pueblo consumido por la miseria de la guerra y el hambre. Miedo, porque frente a ellos estaban los “temidos” bandoleros; gente que se suponía que robaba y asesinaba sin piedad, y más si eran franceses los capturados.
Las dos versiones circulaban por toda Andalucía y nadie garantizaba al cien por cien cuál era la cierta. No sabía qué iba a ser ni de ella ni de su hermana. Ni si se trataría de bandoleros que luchaban por el pueblo o si serían vulgares asesinos.
El corazón se le subió a la garganta cuando vio que uno de ellos se dirigía hacia la ventanilla del coche. Parecía ser el jefe, ya que todos parecían estar pendientes de sus movimientos y su vestimenta no era exactamente igual a la de los otros. El resto de los hombres, tanto los que iban a caballo como los que se desplazaban a pie, llevaban trajes de paisano con chaqueta y pantalón de pana marrón, sombrero calañés, botines de cordobán y llevaban el pelo atado. Todos cubrían sus rostros con pañuelos de diversos colores.


Pero el que se dirigía hacia ella parecía el mismísimo Lucifer subido desde los infiernos. Iba sobre un caballo azabache, vestido al completo de negro, y parecía francamente peligroso. Llevaba un pañuelo oscuro en la cabeza que le cubría parcialmente el pelo y no se podía distinguir si lo tenía corto o largo, pero de lo que Carmen estaba segura era, por los rebeldes mechones que sobresalían, de que era más negro que el ébano. Su sombrero era de ala más ancha que los del resto de sus compañeros y ocultaba así más aún su rostro.
—¡Buenos días, señorita! —dijo, con voz profunda y firme.
Carmen solo pudo verle al desconocido los ojos y parte de su tez. El resto del rostro estaba totalmente cubierto por otro pañuelo negro. Pero no necesitó nada más. Si hacía unos instantes el corazón se le había subido a la garganta debido al miedo, ahora acababa de bajarle a la boca del estómago. Aquel hombre tenía el pelo más negro que ella hubiese visto jamás; tanto que parecía tener destellos azulados a la luz del sol. Y su piel también era muy morena. Pero lo que le dejó seca la garganta fueron sus ojos. Quedó repentinamente atrapada por la luz y la intensidad de aquellos ojos verde esmeralda, rasgados cual felino al acecho, que la miraban tan fijamente. Sintió cómo el corazón se le detenía y era incapaz de articular palabra.
—¡Dejen en paz a las damas! —tronó desde atrás la voz del capitán.
El bandolero no pareció ni inmutarse y, en ningún momento, dejó de mirar con fijeza a Carmen.
—¿Puedo conocer el nombre de tan bella dama? —preguntó con voz ronca y suavemente grave.
Carmen pensó que no le saldría sonido alguno y tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para contestar.
—Carmen de Urquijo —dijo con voz débil pero firme, y sin bajar la mirada.
El hombre pareció confundido durante un breve instante; quizás solo fue la percepción de Carmen porque, en seguida, se rehízo.
—Bien…Carmen —lo dijo de una forma deliberadamente lenta y pausada, como si acariciase su nombre al pronunciarlo, o como si estuviese sopesando qué hacer con ella. —Supongo que a una bella señorita como usted y con tanto dinero como parece que posee —dijo fijándose en su vestimenta y en sus joyas—, no le importará compartirlo con los más desafortunados…
—¡Les estoy diciendo que dejen a las damas! —repitió en la distancia y con los brazos en alto el capitán.
El bandolero se giró bruscamente y se irguió en su caballo como enfadado por las continuas interrupciones que le prodigaba el capitán. Se acercó a él en su magnífico caballo negro andaluz y quedó, justo, en frente de él.
—¡Vaya, vaya! —dijo con tono burlesco—. Mirad a quién tenemos aquí. Nada más y nada menos que al capitán Jean-Pierre Tourbèz.
—Y aquí, al “Diablo de Ronda” —dijo sin amedrentarse.
—El mismo —dijo en ademán de burla—. Para servirle a usted…y a esas bellas damas.
Carmen abrió mucho los ojos pues había oído infinidad de habladurías acerca de “el Diablo de Ronda”, pero ahora entendía el sobrenombre de “diablo”. Aquellos ojos felinos, en contraste con aquella piel morena y su indumentaria completamente negra hacían que su vello se erizase. ¿Le llamarían “diablo” por aquellos ojos o porque era realmente malvado?
Mientras ellos mantenían esa lucha de miradas, el resto de los bandoleros habían procedido a “recolectar” todos los bienes que ellas tenían en el coche y a “confiscar” todas las armas de los hombres del capitán. A Carmen no le hizo gracia que le despojasen de todas sus joyas al igual que las de su hermana.
El bandolero volvió a abandonar al capitán, con la orden a sus hombres de que se encargasen de él, para volver a dirigirse hacia las mujeres que seguían asustadas, en el interior del carruaje.
Carmen llevaba, en el dedo de la mano derecha, un anillo que había logrado esconder al resto de bandoleros, pero que no logró ocultar al escrutinio de la intensa mirada de aquellos ojos verdes esmeralda. Entonces, el bandolero tendió su mano hacia ella, señalándole que le entregase la joya. Carmen volvía a estar hipnotizada por aquellos ojos que la miraban con fijeza y comenzó a extender la mano hacia la suya.
—Una joya de mucho valor para llevar encima en estos días —dijo con voz pausada y melódica, cogiéndole suavemente la mano.
Carmen sintió una verdadera descarga eléctrica cuando los dedos firmes y masculinos tocaron la suave piel femenina.
—¡Por favor! —le sorprendió Carmen al hablar—. ¡Es el único recuerdo de mi madre! —dijo a modo de súplica.

Durante un pequeño instante, Carmen volvió a ver en aquellos ojos algo que interpretó como confusión. Pero, fuese o no, aquel hombre volvió a rehacerse enseguida. Tomó su mano con más firmeza y se llevó los dedos de Carmen hacia el pañuelo que cubría su cara. Lo levantó, tan mínimamente, que nadie pudo ver ni un milímetro del resto de la cara de aquel hombre. Y sin más, besó suave y lentamente los nudillos de la mano de Carmen, consiguiendo que un dulce escalofrío la recorriera por entero, mientras él no apartaba la mirada de sus ojos. Cuando, por fin, separó sus labios de la mano, acarició suavemente los dedos que acababa de besar.
—Como usted quiera, señorita. Ha sido suficientemente generosa con nosotros. No necesitamos más.
Y sin más ceremonias, se irguió sobre la montura en la que hacía un momento se había agachado y se fue hacia el capitán.
—Veo que ya había oído hablar de mí.
—Y usted de mí —dijo el francés, dándose excesiva importancia.
—Váyanse antes de que cambie de opinión y haga que mis hombres les maten como los perros que son. Les advierto que en España no deseamos escoria francesa que nos dirija y que, tarde o temprano, conseguiremos echarles a todos.
—Son ustedes unos cobardes —aventuró el francés—, y míreme bien a la cara y recuerde mi rostro porque esta es la imagen del hombre que le apresará… y le matará.
El bandolero soltó una sonora carcajada que, rápidamente, se contagió a todos sus compañeros.
—¡Sí! Ya veo. Por si no te has dado cuenta, “franchute”, no nos ha costado en absoluto asaltaros, apresaros y quitaros todas las armas y el dinero que llevabais encima. Ni siquiera has sido capaz de proteger a las señoritas —dijo con desdén—. La verdad es que no sé cómo un inútil como tú pretende apresarme a mí.
La cara del capitán pasó por todos los colores hasta llegar al rojo intenso que lucía ahora. Estaba humillado y muerto de rabia.
—¡Juro que te mataré! —dijo con los dientes apretados.
—¡Cállate mequetrefe! Podría matarte ahora mismo si me lo propusiera —dijo ya muy serio—. Pero ni mis hombres ni yo somos asesinos a sangre fría como vosotros. No nos rebajaremos jamás a vuestro nivel. Pero en una lucha igualada… no dudes que lo haré.

Y mirando fijamente, una última vez, hacia Carmen, espoleó su caballo y desapareció junto con sus hombres por el entramado de la sierra, dejando atrás a unos humillados franceses y a una asombrada y embelesada Carmen.

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