Los bandoleros
Jean-Pierre
acabó por levantar los brazos, en obvio signo de rendición, pero la rabia desfiguraba
sus bonitas facciones. Frente a él había un grupo numeroso de bandoleros,
algunos a caballo y otros a pie, que no se sabía ni de dónde habían salido.
Carmen
contemplaba la escena desde el carruaje con una mezcla de expectación y pánico.
Expectación por estar cerca de los “famosos” bandoleros; los que luchaban por
el pueblo, negándose a la invasión francesa y robando para alimentar a un
pueblo consumido por la miseria de la guerra y el hambre. Miedo, porque frente
a ellos estaban los “temidos” bandoleros; gente que se suponía que robaba y
asesinaba sin piedad, y más si eran franceses los capturados.
Las
dos versiones circulaban por toda Andalucía y nadie garantizaba al cien por cien
cuál era la cierta. No sabía qué iba a ser ni de ella ni de su hermana. Ni si
se trataría de bandoleros que luchaban por el pueblo o si serían vulgares
asesinos.
El
corazón se le subió a la garganta cuando vio que uno de ellos se dirigía hacia
la ventanilla del coche. Parecía ser el jefe, ya que todos parecían estar
pendientes de sus movimientos y su vestimenta no era exactamente igual a la de
los otros. El resto de los hombres, tanto los que iban a caballo como los que
se desplazaban a pie, llevaban trajes de paisano con chaqueta y pantalón de
pana marrón, sombrero calañés, botines de cordobán y llevaban el pelo atado.
Todos cubrían sus rostros con pañuelos de diversos colores.
Pero
el que se dirigía hacia ella parecía el mismísimo Lucifer subido desde los
infiernos. Iba sobre un caballo azabache, vestido al completo de negro, y
parecía francamente peligroso. Llevaba un pañuelo oscuro en la cabeza que le
cubría parcialmente el pelo y no se podía distinguir si lo tenía corto o largo, pero de lo que Carmen estaba segura era, por los rebeldes mechones que
sobresalían, de que era más negro que el ébano. Su sombrero era de ala más
ancha que los del resto de sus compañeros y ocultaba así más aún su rostro.
—¡Buenos
días, señorita! —dijo, con voz profunda y firme.
Carmen
solo pudo verle al desconocido los ojos y parte de su tez. El resto del rostro
estaba totalmente cubierto por otro pañuelo negro. Pero no necesitó nada más.
Si hacía unos instantes el corazón se le había subido a la garganta debido al
miedo, ahora acababa de bajarle a la boca del estómago. Aquel hombre tenía el
pelo más negro que ella hubiese visto jamás; tanto que parecía tener destellos
azulados a la luz del sol. Y su piel también era muy morena. Pero lo que le
dejó seca la garganta fueron sus ojos. Quedó repentinamente atrapada por la luz
y la intensidad de aquellos ojos verde esmeralda, rasgados cual felino al
acecho, que la miraban tan fijamente. Sintió cómo el corazón se le detenía y
era incapaz de articular palabra.
—¡Dejen
en paz a las damas! —tronó desde atrás la voz del capitán.
El
bandolero no pareció ni inmutarse y, en ningún momento, dejó de mirar con
fijeza a Carmen.
—¿Puedo
conocer el nombre de tan bella dama? —preguntó con voz ronca y suavemente grave.
Carmen
pensó que no le saldría sonido alguno y tuvo que hacer un verdadero esfuerzo
para contestar.
—Carmen
de Urquijo —dijo con voz débil pero firme, y sin bajar la mirada.
El
hombre pareció confundido durante un breve instante; quizás solo fue la
percepción de Carmen porque, en seguida, se rehízo.
—Bien…Carmen
—lo dijo de una forma deliberadamente lenta y pausada, como si acariciase su
nombre al pronunciarlo, o como si estuviese sopesando qué hacer con ella. —Supongo
que a una bella señorita como usted y con tanto dinero como parece que posee —dijo
fijándose en su vestimenta y en sus joyas—, no le importará compartirlo con los
más desafortunados…
—¡Les
estoy diciendo que dejen a las damas! —repitió en la distancia y con los brazos
en alto el capitán.
El
bandolero se giró bruscamente y se irguió en su caballo como enfadado por las
continuas interrupciones que le prodigaba el capitán. Se acercó a él en su
magnífico caballo negro andaluz y quedó, justo, en frente de él.
—¡Vaya,
vaya! —dijo con tono burlesco—. Mirad a quién tenemos aquí. Nada más y nada
menos que al capitán Jean-Pierre Tourbèz.
—Y
aquí, al “Diablo de Ronda” —dijo sin amedrentarse.
—El
mismo —dijo en ademán de burla—. Para servirle a usted…y a esas bellas damas.
Carmen
abrió mucho los ojos pues había oído infinidad de habladurías acerca de “el Diablo
de Ronda”, pero ahora entendía el sobrenombre de “diablo”. Aquellos ojos
felinos, en contraste con aquella piel morena y su indumentaria completamente
negra hacían que su vello se erizase. ¿Le llamarían “diablo” por aquellos ojos
o porque era realmente malvado?
Mientras
ellos mantenían esa lucha de miradas, el resto de los bandoleros habían
procedido a “recolectar” todos los bienes que ellas tenían en el coche y a
“confiscar” todas las armas de los hombres del capitán. A Carmen no le hizo
gracia que le despojasen de todas sus joyas al igual que las de su hermana.
El
bandolero volvió a abandonar al capitán, con la orden a sus hombres de que se
encargasen de él, para volver a dirigirse hacia las mujeres que seguían
asustadas, en el interior del carruaje.
Carmen
llevaba, en el dedo de la mano derecha, un anillo que había logrado esconder al
resto de bandoleros, pero que no logró ocultar al escrutinio de la intensa
mirada de aquellos ojos verdes esmeralda. Entonces, el bandolero tendió su mano
hacia ella, señalándole que le entregase la joya. Carmen volvía a estar
hipnotizada por aquellos ojos que la miraban con fijeza y comenzó a extender la
mano hacia la suya.
—Una
joya de mucho valor para llevar encima en estos días —dijo con voz pausada y
melódica, cogiéndole suavemente la mano.
Carmen
sintió una verdadera descarga eléctrica cuando los dedos firmes y masculinos
tocaron la suave piel femenina.
—¡Por
favor! —le sorprendió Carmen al hablar—. ¡Es el único recuerdo de mi madre! —dijo
a modo de súplica.
Durante
un pequeño instante, Carmen volvió a ver en aquellos ojos algo que interpretó
como confusión. Pero, fuese o no, aquel hombre volvió a rehacerse enseguida. Tomó
su mano con más firmeza y se llevó los dedos de Carmen hacia el pañuelo que
cubría su cara. Lo levantó, tan mínimamente, que nadie pudo ver ni un milímetro
del resto de la cara de aquel hombre. Y sin más, besó suave y lentamente los
nudillos de la mano de Carmen, consiguiendo que un dulce escalofrío la
recorriera por entero, mientras él no apartaba la mirada de sus ojos. Cuando,
por fin, separó sus labios de la mano, acarició suavemente los dedos que
acababa de besar.
—Como
usted quiera, señorita. Ha sido suficientemente generosa con nosotros. No
necesitamos más.
Y
sin más ceremonias, se irguió sobre la montura en la que hacía un momento se
había agachado y se fue hacia el capitán.
—Veo
que ya había oído hablar de mí.
—Y
usted de mí —dijo el francés, dándose excesiva importancia.
—Váyanse
antes de que cambie de opinión y haga que mis hombres les maten como los perros
que son. Les advierto que en España no deseamos escoria francesa que nos dirija
y que, tarde o temprano, conseguiremos echarles a todos.
—Son
ustedes unos cobardes —aventuró el francés—, y míreme bien a la cara y recuerde
mi rostro porque esta es la imagen del hombre que le apresará… y le matará.
El
bandolero soltó una sonora carcajada que, rápidamente, se contagió a todos sus
compañeros.
—¡Sí!
Ya veo. Por si no te has dado cuenta, “franchute”, no nos ha costado en
absoluto asaltaros, apresaros y quitaros todas las armas y el dinero que llevabais
encima. Ni siquiera has sido capaz de proteger a las señoritas —dijo con
desdén—. La verdad es que no sé cómo un inútil como tú pretende apresarme a mí.
La
cara del capitán pasó por todos los colores hasta llegar al rojo intenso que
lucía ahora. Estaba humillado y muerto de rabia.
—¡Juro
que te mataré! —dijo con los dientes apretados.
—¡Cállate
mequetrefe! Podría matarte ahora mismo si me lo propusiera —dijo ya muy serio—.
Pero ni mis hombres ni yo somos asesinos a sangre fría como vosotros. No nos
rebajaremos jamás a vuestro nivel. Pero en una lucha igualada… no dudes que lo
haré.
Y
mirando fijamente, una última vez, hacia Carmen, espoleó su caballo y
desapareció junto con sus hombres por el entramado de la sierra, dejando atrás
a unos humillados franceses y a una asombrada y embelesada Carmen.
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